#ElPerúQueQueremos

Retrato del católico adolescente

Publicado: 2010-05-01

En el colegio, antes de ingresar a la Católica, yo era un convencido de la primacía de mi pequeño mundo adolescente para entender el mundo mayor. Desde mi posición de clase media emergente en buen colegio pensaba que el mundo le pertenecía por derecho a los que tienen mérito y que los meritorios eran sin duda los inteligentes. Los ricos no tenían nada que ofrecerle al país, porque se aprovechaban de él y su rentismo no era en absoluto inteligente; pero los pobres -atrapados como estaban en la lucha por la vida- tampoco tenían nada que dar. Era un elitista de la inteligencia, completamente escéptico de la noción democrática de una persona, un voto. En las elecciones presidenciales de 1980, admiraba como la mitad de mi familia a Luis Bedoya Reyes y en las municipales de ese mismo año, a Ricardo Amiel, el candidato del PPC.

El primer día en la Católica, apenas después de haber cumplido 17 años una discusión con Daniel Salas, que desde entonces fue mi amigo, me hizo ver que mis posiciones políticas no habían pasado de la Grecia homérica. Astuto, como siempre, Daniel me llevó de frente y sin escalas a la cuestión de la clase dirigente en una transformación social poniéndome bajo la nariz los textos de Haya y Mariátegui sobre la alianza de clases antiimperialista o el liderazgo obrero.

En la segunda semana de clases, Nicanor Domínguez, integrante del Centro Federado, llegó a nuestro salón a explicarnos que la universidad tenía una federación estudiantil y que cada salón tenía un delegado. Armado de mi incipiente formación política, postulé y fui desarmado en el debate por una buena pregunta planteada por Jorge Frisancho. Mi oponente me barrió, porque debatió mejor… y porque tuvo el voto en bloque de todos los que habían ingresado por la Trener.

Un par de meses meses después, los trabajadores de la universidad presentaron su pliego anual y –ante la ausencia de acuerdo- decidieron entrar en huelga. La Federación Estudiantil, dirigida por Roberto Forns, se solidarizó con el sindicato, pero no impuso su posición, sino que la llevó a consulta a cada una de las facultades. En Letras, el presidente del Centro Federado, Silvio Rendón, organizó asambleas tan concurridas que tuvimos que dejar las aulas enormes del primer nivel y organizar la discusión en el patio, mismo ágora ateniense.

Al final, la cosa quedó al voto. Cientos de alumnos subimos al segundo piso de Letras y bajamos (por la única escalera, para evitar duplicaciones) a depositar nuestro sufragio. Por amplia mayoría, se impuso el apoyo a la huelga. En todas las facultades, menos Estudios Generales Ciencias, ocurrió lo mismo. Silvio, como todo su Centro Federado y la Federación, eran de izquierda. Yo, no. Pero admiré el ejercicio de democracia que había sido el debate, me convencieron los argumentos a favor de la huelga y decidí apoyarla por completo.

Con un grupo de amigos nos quedamos a pasar la noche en el campus, apoyando a los huelguistas, leyendo, debatiendo y tocando guitarra. A la mañana siguiente, una turba de 20 o 30 malos perdedores, todos de derecha, llegaron a la universidad con palos y cadenas a abrir la puerta a la mala al grito “¡Queremos estudiar, los rojos no nos dejan!”. De hecho, lograron pasar y si la sangre no llegó al río fue porque una vez que entraron, no tenían a donde ir: la huelga era total y no había un alma en la universidad. Luego de una hora, las arengas pasaron a ser argumentos, los gritos se volvieron debate y, al final, todos se fueron.

Y ahí –en ese preciso momento- se acabó mi ideología del colegio. Porque en ese no tan épico enfrentamiento, los demócratas fueron los de izquierda; los que mejor argumentaron fueron ellos también; los que mostraron más liderazgo fueron los trabajadores; los más inteligentes eran los dirigentes del Centro Federado (escuchar a Martín Tanaka en una asamblea me valía tanto como el sílabus).

Luego, todo fue cuesta abajo: las funciones de cine en las que descubrí a Kurosawa y a Armando Robles Godoy; las clases de Luis Jaime Cisneros, donde encontré que la relación entre significante y significado es arbitrario, y que todos y cada uno de los hablantes es competente; el voluntariado de proyección social, que me llevó por primera vez al Cono Norte; Filosofía con Salomón Lerner; Teología con Luis Fernando Crespo.

Aprendí tanto dentro de las aulas como fuera de ellas. Descubrí la poesía del Siglo de Oro con mi amigo  José Luis Gastañaga, y la americana con Gustavo Faverón; me enamoré perdidamente y, a propósito de ese amor, leí todo Goethe y memoricé la Oda a la Alegría en alemán y luego –sin escalas- leí todo Benedetti y canté Oh, Freunde, nicht diese Töne a voz en cuello fuera de la clase de mi musa (Horror. No todo fue bueno.)

Al final de ese primer año, me tropecé con el obispo del Callao, Mons. Ricardo Durand y me enredé en un debate con él a propósito de su oposición a que se mostrase en Lima “La última tentación de Cristo”. Fue a los gritos. Terminamos dándonos la mano. No fueron testigos los huesos húmeros, sino la ya mencionada musa y una docena de estudiantes y trabajadores administrativos que salieron de Dintilhac para hacer corro.

Peor, en mi involución moral y política, fue que a final de año, al llegar las elecciones estudiantiles, religiosamente celebradas cada diciembre bajo vigilancia de una junta de fiscales, voté por la izquierda para la Federación (no por la lista demócrata cristiana, encabezada por Luciano Revoredo) y lo mismo para el Centro Federado (no por la lista aprista encabezada por Aurelio Pastor). Mi candidato a la Federación perdió; mi candidato al CF ganó: Daniel Salas. Al año siguiente, yo ya militaba en Izquierda Unida y no paré hasta el PUM y la FEPUC.

Así que supongo que soy un ejemplo de lo que Rafael Rey deplora como la producción de comunistas en la PUC (de hecho, años después, trabajé en la CVR y en ONGs de derechos humanos). Supongo también que soy un claro ejemplo de lo que evitaría el Cardenal Cipriani con su modelo Opus de universidad.

En una de esas, tienen razón. Demasiada actividad extracurricular, demasiada exposición a ideas extranjeras y a libros peligrosos, demasiado banquete platónico donde la cerveza reemplaza al vino, y un niñín pepecista termina adoctrinado como rojo peligroso.

Pero propongo que le demos una mirada a todo lo demás que ocurrió en el mismo proceso: tuve mis primeras experiencias de democracia real y directa; todos los grupos políticos participaron, con igual oportunidad de convencerme, y me acostumbré a participar y a sostener mi opinión, a ganar y a perder, y a respetar el resultado. Conocí a la extraña especie del fiscal: el estudiante estrictamente neutral que dirigía los debates y certificaba la limpieza electoral sin preferencia alguna y con impecable respeto a los estatutos; el mejor que recuerdo (también el más gracioso): Edmundo Beteta.

Me acostumbré a que los profesores me respondieran sin argumentos de autoridad, sino devolviéndome las preguntas o remitiéndome a más lecturas, todas y cada una de las cuales estaban perfecta y abiertamente disponibles en nuestra magnífica biblioteca. Leí a Haya y a Mariátegui, pero también a Víctor Andrés Belaúnde, a Riva Agüero, a Raul Porras Barrenechea y a Jorge Basadre en largas visitas a la casona del Marqués en el Jirón Camaná. Leí por primera vez a Lenin, gracias a Carlos Cordero, y por primera vez las encíclicas papales, por sugerencia de Miguel Rodríguez Mondoñedo. Escuché por primera vez un debate a favor y en contra de la liberalización del aborto, Cecilia Olea en ese entonces no me convenció… pero la escuché. Descubrí que existía una “poesía de mujeres” y leí a Carmen Ollé gracias a Mónica Feria… el concepto de “poesía de mujeres” en ese entonces no me convenció… pero leí a Carmen Ollé.

Años después, vidas después, sistemas políticos después, me he encontrado una y otra vez con los amigos y rivales de ese primer año -con los que estuve de acuerdo y con los que discrepé- y con todos he podido ser cordial, porque en todos he reconocido a la misma persona. Los colores políticos cambiaron en todas las direcciones, pero nadie es un escéptico o un cínico. Todos y cada uno de ellos fueron mis profesores, con y sin título, de algo más que cursos. Me los he encontrado en el Perú y fuera; hemos vuelto a discrepar y a estar de acuerdo; pero en donde sea que los encontré, eran irrevocablemente peruanos, eran puntillosamente razonables y siempre supieron discutir. No me arrepiento un rábano

Y de quienes fueron mis profesores con  título de tales, tampoco me arrepiento. Por el contrario, me enorgullezco. De Luis Jaime que, a sus casi 90 años, sigue siendo un adalid de la educación en el Perú y a quien todavía debo su copia de "El arco y la lira", para mi duradera vergüenza. De Salomón, que en un momento te explica cómo el sacramento cristiano de la Reconciliación y el concepto moderno de reconciliación política están relacionados, e inmediatamente después te pregunta por los hijos con una cordialidad tan auténtica como inimitable.

Esa enloquecedora combinación de influencias sólo puede ser católica en el auténtico y original sentido de la palabra, es decir, universal, abarcadora. Y digo “enloquecedora” con intención; porque lo “católico”, lo que desborda, lo que dirige la fascinación en todas y cada una de las direcciones posibles de la actividad intelectual no es, no puede ser, “adoctrinante” por que sería un adoctrinamiento ineficiente. Si terminé (por ahora) izquierdista y libertario, igual podía haber terminado derechista y libertario, centrista y libertario, anárquico y más libertario. En cualquier caso, de izquierda o derecha, hubiera sido libertario, amante de la pluralidad, de la universalidad, es decir, de lo “católico”, porque eso es lo que aprendí en ese lugar universal que no en vano se llama universidad.

Por eso, cachimbos del mundo, si cae la PUC en manos de Cipriani -digo, es un decir- si cae… cachimbos, ¡cómo vais a cesar de ser católicos!

Fuente de la foto, aquí.


Escrito por

Eduardo Gonzalez

Descendiente del gitano Melquíades. Vendo imanes. Opino por mi y a veces por mi gato.


Publicado en

La torre de marfil

Blog de Eduardo González Cueva