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Esto ya no se puede disimular más.

Publicado: 2011-02-14

La primera vez que recuerdo haber participado en el Día del Orgullo en Lima fue en el 98. En ese entonces, yo estudiaba en Nueva York, donde la celebración es un gran festival en el que participa toda la ciudad. Me pasó la voz Oscar Ugarteche, uno de los activistas pioneros de los derechos GLBT en el país, y fui.

Ojo: era el 98, así que ya había bastante agitación en las calles contra el gobierno de Fujimori, y la suficiente incertidumbre como para que el gobierno estuviese preocupado de lo que ocurría en las calles. Recuerdo que la marcha era en la Plaza Francia y que para llegar, tuve que caminar desde la Plaza San Martín. En esta, había notorios corrillos de manifestantes anti-fujimoristas alrededor del monumento. Bastaba detenerse por un momento para constatar que los debates eran encendidos y que se convertían en espacios de captación para la oposición.

Sin embargo, no había casi policías en la Plaza San Martín, y los pocos que había no parecían estar preocupados por las manifestaciones.

La escena en la Plaza Francia era bien distinta. Había un grupito de manifestantes de no más de una docena de personas, entre ellos Oscar… y dos camiones portatropas: uno sin desembarcar, y otro del que ya había bajado un escuadrón de policías antimotines, que formaba frente a los manifestantes.

Cuando pregunté por qué había tan pocos participantes, me dijeron: “Es que los gays estamos de lo más tranquilos en bares y discotecas. ¿Venir aquí, en público, a reclamar? Olvídate.” Luego, los manifestantes procedieron a corear algunas consignas y –delante de los asombrados o temerosos ojos de la policía- un chico del grupo se acercó a cada uno de ellos y les entregó un volante llamando a la tolerancia y al respeto a la comunidad GLBT.

 De modo, pues, que en plena dictadura, la represión no se preocupaba de los opositores políticos, pero sí que tenía buen cuidado de vigilar a los que se apartaban de la norma sexual dictada por la sociedad. Conclusión: el sistema conoce a sus enemigos.

Otra conclusión -que es simple extensión de la anterior- es que, pese a la caída de la dictadura y el empoderamiento de los partidos democráticos, a los que ya nadie persigue, la represión contra los GLBT es todavía tolerada, como lo muestra la golpiza de activistas en la Plaza Mayor, hace un par de días.

No se trata de simple rechazo a la sexualidad, o un malentendido celo de la decencia pública: nadie se imaginaría, por ejemplo, a la policía arremetiendo a palos contra el beso masivo que el recordado Alberto Andrade creó cuando era alcalde de Miraflores, por la sencilla razón de que los gestos del amor heterosexual no ofenden ni son percibidos como una amenaza. Salvo la ocasional ancianita melindrosa, nadie se acerca a las parejas heterosexuales que caminan de la mano o se dan un beso para censurarles; nadie, estoy seguro, se acerca para agarrarlas a palos por el hecho de demostrarse cariño.

El rechazo es específico: se trata de reprimir a los GLBT. Lo que hacen da asco o miedo. Más aún, el rechazo violento no ocurre porque dos o tres policías sean particularmente homofóbicos o estén en un mal día. Los policías no vienen de Marte, sino de esta sociedad, y son perfectamente representativos de sus creencias y miedos.

 Lo peor que podría ocurrir ahora es que la sociedad bien pensante asumiese que un grupo de bárbaros armados de palos es responsable de lo que ocurrió. Igualmente, sería un grave error asumir que es un problema de exclusiva responsabilidad de las autoridades, ya fuesen el Ministerio del Interior, la Municipalidad o el Arzobispado. Aunque ellas tienen que responder, la culpa es mucho más extendida.

Hay una cultura de la que todos somos copartícipes en la que se excluye, ridiculiza o discrimina a los GLBT. Es una cultura marcada por las buenas maneras y la hipocresía. Del mismo modo que en el Perú pocos se admiten racistas, pocos se admiten homófobos. Todos respetan “lo que la gente hace en su casa”, y todos “tienen amigos” del grupo que es despreciado… siempre que  ese grupo se mantenga en su lugar y en su rol.

La violencia de la Plaza Mayor, además, no es sino un paralelo de la violencia verbal de la campaña electoral. Candidatos y curas, que se mantenían en silencio en tanto los GLBT no asomaran la cabeza con sus derechos, se sienten autorizados a insultar o usar de burlas, cuando aquéllos dejan de estar “en su casa” y exigen ser ciudadanos plenos. Al llamar “loca” a otro candidato, o pedir que se hable de “maricones”, el orden muestra que –pasada cierta raya- está dispuesto a defenderse a palos.

Al mismo tiempo, algo ha cambiado. Esto no es más la violencia cotidiana, silenciosa y aceptada de la policía que apalea a los asistentes a una discoteca gay, o que extorsiona a una travesti. Esto es, ahora, claramente, violencia política del sistema contra la no-violencia de quienes demandan sus derechos y rehúsan vivir en la oscuridad. Lo que ha ocurrido demuestra –por si alguien lo dudaba- que el debate sobre los derechos humanos de los GLBT, planteado por las campañas de Alejandro Toledo y Ollanta Humala no puede reducirse a frivolidad u oportunismo. No hay propuesta política democrática integral que pueda darse el lujo de ignorar la integridad de los derechos de los ciudadanos, porque éstos no son un adorno, o una brizna de la imaginación: son personas de carne y hueso que exigen sus derechos en directo, con o sin candidatos.

Mejor admitirlo: la homofobia existe y todos participamos en ella; por fortuna, además, existe también el coraje del muchacho que le entregó volantes a todos y cada uno de los guardias cuando el Día del Orgullo era una curiosidad, y de las decenas de muchachos que defendieron su derecho a ser quienes son frente a los escudos y empujones de esos mismos guardias. Ya no hay sitio para el disimulo.

Este blog, sobre el debate en EEUU acerca de la libertad de matrimonio: aquí.

Este blog, sobre la ilegalidad de la violencia homofóbica, aquí.


Escrito por

Eduardo Gonzalez

Descendiente del gitano Melquíades. Vendo imanes. Opino por mi y a veces por mi gato.


Publicado en

La torre de marfil

Blog de Eduardo González Cueva