#ElPerúQueQueremos

El ejemplo colombiano

Publicado: 2010-02-28

Un tribunal constitucional es un animal difícil de definir para quienes ven la democracia como el gobierno de la mayoría. ¿Quiénes son esos nueve, once o quince ratones de biblioteca para revisar las iniciativas del pueblo o sus representantes? Entre los poderes del estado, el judicial es típicamente una cenicienta sin la legitimidad plebiscitaria de un presidente o la responsabilidad ante el elector del congreso.

Y, sin embargo, no hay democracia moderna que no afirme la supremacía del poder judicial, no sólo para aplicar reglas sobre personas, sino para decidir sobre la validez de las reglas mismas: si la democracia es un procedimiento para tomar decisiones, alguien tiene que decidir si el procedimiento se está llevando a cabo bien y si las decisiones en cuestión no afectan el sentido mismo del sistema. El ejemplo más sencillo sería el de un país donde la mayoría decidiera penalizar la existencia de una minoría; como hizo la Alemania Nazi, negando nacionalidad y todo derecho civil y político a la población judía, o como ha pretendido hacer Uganda, con una ley que hacía posible la pena de muerte a los homosexuales. Si no hay un organismo que decida si tales decisiones pueden tomarse, el principio mayoritario –que es sólo un procedimiento- se vuelve contra la esencia de la democracia, que es el respeto igual a cada ciudadano.

Eso hacen los miembros de un tribunal constitucional.

Un ejemplo impresionante de esta función es lo que la Corte Constitucional de Colombia viene haciendo desde la entrada en vigor de la Constitución de 1991. Actuando con una independencia sorprendente para los estándares de la región, la Corte (y otros organismos de control como el Consejo de Estado) ha llevado instituciones como la tutela a un nivel de accesibilidad y eficacia envidiables y ha desarrollado jurisprudencia de avanzada fijando límites al poder del gobierno y defendiendo los derechos humanos. La Corte, por ejemplo, ha fijado con claridad los derechos de los cientos de miles de desplazados por el conflicto armado y ha obligado al Estado a proveerles servicios y registrar sus propiedades usurpadas; la Corte ha definido que las parejas homosexuales tienen los mismos derechos que las heterosexuales; la Corte cambió radicalmente la ley de “Justicia y Paz” por la cual se facilitaba la desmovilización de los paramilitares, obviando un procesamiento judicial adecuado, entre muchas otras sentencias.

Es esta Corte, con esta historia, la que ha dado un nuevo ejemplo a la región declarando sin efecto la ley que permitía un referéndum que hubiera permitido la tercera elección del presidente Uribe.

En decision anunciada por el presidente de la Corte (que quedo en minoria de 2 contra 7), centrándose en vicios de forma que alteraban la esencia misma del sistema democrático, la Corte ha frenado las pretensiones del presidente más popular que Colombia ha tenido en décadas. El contraste con la Venezuela de Chávez o el Perú de Fujimori, no puede ser mayor. Uribe, a quien ninguna encuesta daba menos de 65% de preferencia electoral, había ganado las elecciones de 2002 y 2006 con una ventaja de 20 y 40 puntos respectivamente.

La independencia y sofisticación del poder judicial colombiano no son cosa que se pueda desestimar alegremente. Ha costado; y mucho. Desde el secuestro y asesinato de toda una generación de juristas en la infame toma y retoma del Palacio de Justicia en 1985, son decenas los jueces y fiscales que han pagado con su vida por enfrentarse a poderes fácticos como el narcotráfico y los actores armados. En Colombia, hay fiscales que conducen exhumaciones de desaparecidos asesinados por el paramilitarismo en la misma zona y momento en que se libran combates.

No me es posible especular sobre este fenómeno más allá de lo que yo mismo conozco, al cabo de muchos viajes a Colombia. Pero dudo que sea un hecho limitado al mundo judicial: también, pese a cientos de asesinatos, dan ejemplo de coraje los defensores de derechos humanos, periodistas y sindicalistas, cuyas filas se renuevan permanentemente, a pesar de la masacre continua que es el conflicto. Lo cierto es que esa capacidad –que no sé si llamar profesionalismo heroico- hace de Colombia un país extrañísimo, que combina el horror y caos del conflicto con el puntilloso apego a la norma.

Pero esto es irse por las ramas: lo principal es –en este momento- reflexionar sobre cómo esta última sentencia mejora la democracia colombiana y la de la región. Inmediatamente luego de publicada la decisión de la corte, Uribe anunció su acatamiento, y los candidatos con mayor opción a sucederlo reiniciaron sus campañas con furor, particularmente entre los candidatos de derecha que pretenden aprovechar la popularidad del presidente. Nadie ha insinuado un golpe, nadie ha hecho una pataleta pública, nadie ha salido a la calle, ni a celebrar ni a pifiar. Los responsables de la campaña uribista han ido a los medios a aceptar su culpa por los vicios que hundieron el referéndum. Todos han pasado al capítulo siguiente.

¿Se imaginan eso en el Perú de Fujimori o García?

Una última nota: por ahí, y acullá y más allá, viene haciendo fortuna la especie de que esto no es un triunfo de la democracia, y que somos unos ingenuos si lo vemos así, porque sucede que justo el día antes de que la corte votara, Uribe se entrevistó con el jefe de la CIA, Leon Panetta. ¿Qué le dijo o dictó? ¿Habrán decidido los gringos tumbarse a la corte? ¿Habrán ellos mismos dictado lo que hizo la corte? Este es un argumento conspirativo, que reemplaza conocimiento por insinuación o especulación. Una vieja forma de razonar: no somos capaces de hacer nada, ni de tomar nuestras propias decisiones, siempre hay un titiritero poderoso que toma las decisiones por nosotros. Se impone un poco más de investigación, amigos!


Escrito por

Eduardo Gonzalez

Descendiente del gitano Melquíades. Vendo imanes. Opino por mi y a veces por mi gato.


Publicado en

La torre de marfil

Blog de Eduardo González Cueva