Un documento de cultura y barbarie
La memoria social no es una política pública. No se decide en un grupo interdisciplinario, en una comisión de la verdad, o en un ministerio. Se construye en el debate público, en el que distintos proyectos sociales se disputan la hegemonía, concientes de la máxima de Orwell: “quien controla el pasado, controla el presente”.
La memoria social, sin embargo, tampoco es una disputa de élites que hacen lo que quieren y se lanzan libros de historia por la cabeza. En el Perú hay cientos de miles de sobrevivientes del conflicto armado que fueron afectados directamente. Ningún discurso político puede negar sus verdades. Esos cientos de miles son, además, ciudadanos. Tienen derechos y –crecientemente- lo saben: exigen reparación, justicia y el reconocimiento público de la verdad.
Independientemente de lo que haga o deje de hacer el Estado, los discursos sociales sobre la memoria se construyen en la vida diaria y desde la base. El Museo de ANFASEP en Ayacucho; el “Ojito que llora” en Abancay; la iniciativa “Arte por la Memoria” y otras son –al fin y al cabo- también poderosas.
“Rupay. Historias de la violencia política en el Perú” –que tuve la suerte de obtener recientemente- tiene que leerse en esa clave, como una intervención artística, independiente, no oficial, sobre el debate actual. Alfredo Villar, guionista e investigador, y los artistas Luis Rossel y Jesús Cossío, han producido un trabajo impresionante que (tengo que coincidir con Gustavo Faverón en esto) hacen pensar en el trabajo de Joe Sacco, uno de los grandes del cómic moderno.
“Rupay” no perdona. Es brutal y directo, como lo es la violencia sobre la que reflexiona. Las fotografías de las fosas de Huanta, de los cuerpos de los periodistas asesinados en Uchuraccay no permiten olvidar. Del mismo modo que quedan indelebles ciertas frases que constituyen la arquitectura del desprecio, desde la justificación de la masacre en Lucanamarca, por Abimael Guzmán hasta el cinismo del general Donayre refiriéndose a la matanza en Putis.
Sobre viñetas en un amplio espectro de grises, donde cooperan el lápiz de Cossío y la tinta de Rossel, estalla de vez en cuando el rojo de la sangre, en coalición/colisión inevitable con las banderas: la peruana y la de Sendero Luminoso. Las viñetas intercalan el dibujo con la fotografía documental y con el trabajo del artista ayacuchano Edilberto Jiménez, de modo que la experiencia del lector es confrontada a permanentes señales de veracidad, a cambios en el formato que exigen reflexión, diálogo con códigos visuales radicalmente distintos.
El libro selecciona casos de violencia ocurridos entre 1980 y 1984. Nueve casos, desde la destrucción de actas en Chuschi hasta la matanza en Putis conforman un arco fatal que el ángel de la historia mira con horror. Cada episodio, relatado eficientemente en entre sesenta y 140 viñetas, conduce a un texto crítico en el que se explican los hechos que el lector acaba de ver y se propone una reflexión sobre la sociedad y los proyectos políticos que los hicieron posibles. Las fuentes son el Informe Final de la CVR, los archivos de prensa de época y distintos estudios sobre los años de la guerra. El contrapunto entre las imágenes y los textos (que los lectores del clásico “Watchmen” reconocerán) impone pausas críticas, impide que el texto se deslice en mera presentación y recuerda al lector que esto es, ante todo, re-presentación e invitación al debate. La coexistencia de dibujo y texto no es fácil: el texto tiene la responsabilidad en esta división de trabajo, de presentar ciertos datos, enfatizar la verosimilitud, pero tiene –a la vez- ambiciones propias; el texto sitúa la reflexión histórica como ejercicio ambiguo, en el que ocurre un ejercicio de poder y trauma, pero también de contrapoder y terapia, en el que el ejercicio del recuerdo y la memoria de la catástrofe –como recuerda Walter Benjamin- es también un combate.
Espero que haya pronto una segunda entrega, recordando los casos ocurridos entre el primer pico del conflicto, en 1984 y el segundo, en 1989. Espero, de hecho, que los autores lleven "Rupay" hasta el 2000 y más allá, porque esta historia no ha terminado. Es de lo que hagan creadores como Rossell, Villar y Cossío que depende la forma en que recordaremos el conflicto armado y sus responsabilidades.
En esta reseña me he referido a la edición española de “Rupay”, publicada por Editorial Oveja Roja, el 2009. He tenido referencias (algunas de ellas, críticas) sobre la versión peruana, de la editorial Contracultura, publicada en 2008, pero no me constan directamente. Espero encontrarla para formarme mi propia opinión.