#ElPerúQueQueremos

La verdad social: debate en marea alta.

Publicado: 2010-03-22

Tenía la intención de escribir sobre la Comisión de la Verdad y Reconciliación, como culminación lógica de mi breve serie sobre memoria histórica, hegemonía y derecho y, aún voy a hacerlo, pero algunas coincidencias felices me obligan a tomar una ruta alterna para llegar al mismo fin.

Para quienes han seguido mis artículos o quieran revisarlos ahora, he planteado que las comisiones de la verdad surgen no sólo como una manifestación de lucha hegemónica sino –luego de la revolución normativa de los derechos humanos- como un auténtico derecho, que debe ser garantizado por el Estado. Pero en este planteamiento, no he anticipado en absoluto qué considero que es “la verdad” histórica, en vista de las múltiples versiones y “memorias” en juego.

Y he aquí que debo hablar de la feliz coincidencia. Ocurre que, en el debate cultural y político nacional, la verdad se ha convertido en un tema fundamental. Destacados politólogos se encuentran enzarzados en una polémica apasionada sobre la capacidad de las ciencias sociales de enunciar la realidad y el rol del científico social como observador o actor en esa realidad, debate que tiene en Gonzalo Gamio uno de sus analistas más incisivos. Por su parte, en su influyente blog literario, Gustavo Faverón ha planteado un debate sobre la ética de la investigación periodística y sus fronteras con la creación literaria, tomando el caso de Ryszard Kapuscinski: para quienes no han leído aún el blog de Gustavo, la polémica reside en que el escritor polaco (generalmente descrito como “periodista”) ha sido expuesto por un antiguo colaborador como alguien que “adornaba” sistemáticamente su narrativa sobre la realidad que había observado con hechos inexactos o sencillamente falsos. ¿Debe ser Kapuscinski considerado como un periodista mentiroso o como un fabulista inspirado en los hechos?

El debate sobre las ciencias sociales, a riesgo de resultar esquemático, me parece fundado en dos asunciones radicalmente opuestas sobre lo que constituye la “realidad” social, y por lo tanto sobre las epistemología necesaria para abordarla. De un lado, si los actores sociales están orientados por una racionalidad estratégica y cuentan con información al menos suficiente, el científico social puede asumir que perseguirán sus intereses con fría eficiencia y los resultados les darán la razón. El politólogo que describe a los agentes sociales de esta manera corre el riesgo de parecer justificatorio, que es la acusación que desde varias orillas se ha endilgado a Martín Tanaka, por sus descripciones de los movimientos tácticos de Alan García. Del otro lado, la “realidad” social es el resultado del encuentro fortuito de voluntades entre actores inconsistentes, cuya racionalidad es más valorativa que estratégica, y cuya información sobre el mundo es imperfecta. En esta lógica, el científico social no puede sino reconocerse a sí mismo como actor en el mundo, aceptar sus propias orientaciones políticas como un factor existente y consecuencial. Quienes adoptan esta mirada son acusados por el otro bando de voluntaristas: como el “programa de la transición”, es decir, como un cierto proyecto de transición, no se materializó, entonces Lynch y Adrianzén deben estar imponiéndole sus sueños a la realidad: Toledo nunca estuvo con una transición progresista, Paniagua tampoco. A lo que Lynch y Adrianzén debieran responder “pero podrían haberlo estado”, en vez de responder “estuvieron pero se desviaron”. El debate, pues, salvo una acertada intuición de Nelson Manrique se ha conducido entre las ramas (qué hacen los científicos sociales) en vez de bajar al árbol (cómo entendemos la “realidad” social).

En el caso del debate convocado sobre Kapuscinski, detecto el mismo problema: a Faverón parece no interesarle la “realidad” del mundo, sino el pacto de credibilidad del narrador y el lector. Faverón no niega que a la “verdad” se pueda acceder de distintas maneras, pero le parece profundamente irritante que Kapuscinski haya presentado sus obras con un estatus no ficcional, si es que lo eran. Pero me resulta difícil entender el sentido de esta vigilancia de la santidad de los géneros y sus fronteras, a no ser que tengamos que trabajar en una librería y el gerente de ventas nos pregunte dónde poner a Kapuscinski, Orwell y Truman Capote. Del otro lado, quienes hemos defendido la obra de Kapuscinski contra la acusación de que se trata de una simple mentira y de mal periodismo corremos el riesgo, como ha señalado Gustavo, de hundirnos en el pantano del relativismo absoluto: si los géneros y sus marcas y códigos son una cosa del pasado y si las verdades son múltiples, entonces cada uno adopta la verdad que le dé la gana, en particular aquélla que esté más cercana a sus preconcepciones ideológicas. Pero ambos bandos en el affaire Kapuscinski no hemos hablado de la “verdad” que los géneros intentan abordar.

¡Estos debates son importantísimos! ¿He mencionado que tienen lugar en un país donde ha habido una comisión “de la verdad”? . ¿No los hemos escuchado reflejados una y otra vez, y ferozmente, en la crítica de la película de Claudia Llosa, entre quienes decimos que es una reflexion simbolica de la realidad y quienes la llaman una falsificacion perversa? ¿Qué nos dice el hecho que este debate sea tan apasionado? Este es un país en el que –oh, sorpresa- la verdad es importante.

Es en este contexto en el que podemos volver a discutir sobre esta extraña institución de nombre vagamente orwelliano pero curioso talante democrático: la “comisión de la verdad” y el actual debate sobre el “sitio de memoria”. ¿Será que nos quedaremos en las ramas de las acusaciones y sospechas mutuas, en vez de enfrentar el árbol (y el bosque)? ¿Será que erigiremos fronteras (y por lo tanto aduanas) entre las metodologías y géneros de acceso (¿construcción?) de la verdad?

Seguiremos hablando de este tema...

La imagen corresponde a la sensacional novela gráfica "Logicomix", de Apostolos Doxiadis y Christos H. Papadimitriou, y relata el encuentro entre Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein.


Escrito por

Eduardo Gonzalez

Descendiente del gitano Melquíades. Vendo imanes. Opino por mi y a veces por mi gato.


Publicado en

La torre de marfil

Blog de Eduardo González Cueva