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La guerra sucia llega a un nuevo hito.

Publicado: 2010-09-21

A la vista del atentado contra el candidato chalaco Rogelio Canches, parece que hemos llegado a la conclusión extrema de las campañas de destrucción personal. Ya no basta, para algunos sectores de la política, con la destrucción simbólica de un sambenito: hay que pasar al ataque físico, a la destrucción literal.

Para los olvidadizos, vale la pena recordar que la relación entre ataques verbales y ataques físicos es una táctica utilizada en nuestro pasado reciente. Tanto Sendero como los escuadrones de la muerte “ablandaban” primero a la opinión pública de una comunidad con ataques persistentes contra algún dirigente y luego –cuando habían logrado sembrar la duda o el desprestigio, mataban. Así fue con María Elena Moyano: Sendero no podía derrotarla en el terreno de las ideas, así que le montaron una repulsiva campaña para acusarla de manejos económicos deshonestos. El mismo trato le dio la ultraderecha a la militante de Izquierda Unida Leonor Zamora, exalcaldesa de Huamanga, antes de asesinarla.

La destrucción simbólica, además, sirve para reducir el normal rechazo sicológico que los posibles verdugos sienten ante su encargo. La demonización del supuesto enemigo hace que el gatillero sienta que está, en realidad, haciendo algo bueno al emboscar un vehículo y disparar a mansalva contra una persona desarmada.

Ese es el peligro y esa la responsabilidad política de quienes construyen campañas de guerra sucia. Racismo, sexismo, discriminación religiosa, traumas públicos, todo se ha utilizado desde los ventiladores de la ultraderecha, aplicando técnicas que se vienen desde 1990. Imposible olvidar la guerra sucia del APRA contra Mario Vargas Llosa y el FREDEMO, o la respuesta de derecha contra Fujimori, como encarnación del apocalipsis. Pensemos en la destrucción simbólica de Toledo en 1995 y de Andrade en el 2000. Recordemos, en el seno mismo del gobierno toledista, la maledicencia contra Beatriz Merino y –por último- la demonización de Ollanta Humala en el 2006.

A veces, esa guerra sucia “funciona”, pero siempre a medias y en una forma contraproducente. Más que espantar a los votantes de un candidato, lo que hace es asquear a los indecisos, que terminan votando en blanco o favoreciendo a un tercero. Al final, sólo aumenta la volatilidad electoral y el rechazo contra quien es percibido como el causante de los ataques.

Y cuando se pasa a la violencia física, conviene recordar que en el Perú y el resto de América Latina, el asesinato político ha sido también profundamente contraproducente. El último magnicidio de nuestra historia es el asesinato de Sánchez Cerro en 1933 que, junto con los asesinatos de prisioneros durante la Revolución de Trujillo, resultaron en la proscripción del APRA por décadas y en un pacto histórico para impedir la presidencia de Haya de la Torre.

En América Latina pasa lo mismo. Matar a Colosio en México o a Galán en Colombia, no le cerró la puerta a sus partidos sino que –más bien- ungió en el carisma del sacrificio a sus sucesores. El martirio de Pizarro Leongómez en Colombia sólo consolidó, en rechazo, un poderoso pacto constitucional en ese país y no destruyó ni al M-19 ni a la izquierda. La sangre del Obispo Juan Gerardi sólo aumentó la visibilidad del genocidio guatemalteco y el impacto internacional de las comisiones de la verdad de ese país.

Es claro que las campañas de destrucción personal son inmorales. Lo que deberían recordar aquéllos para los que la moralidad no importa, es que son también contraproducentes. Nunca han dado resultado antes, y no lo van a hacer ahora.

Algunos lapiceros son, en realidad, pistolas. Fuente de la imagen.


Escrito por

Eduardo Gonzalez

Descendiente del gitano Melquíades. Vendo imanes. Opino por mi y a veces por mi gato.


Publicado en

La torre de marfil

Blog de Eduardo González Cueva