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El conejo de Saussure

Publicado: 2011-01-22

La primera unidad en el sílabo de Lengua 1, el curso que dictaba Luis Jaime Cisneros en Estudios Generales Letras, estaba dedicada sólo formalmente, a las teorias de Ferdinand de Saussure sobre el signo lingüístico. Era en realidad, lo sé ahora, una introducción al misterio.

Nadie que haya llevado esa clase, me imagino, olvida que Luis Jaime trazaba en la pizarra un óvalo que luego dividía longitudinalmente para dibujar en la parte superior el perfil de un conejo, y en la parte inferior, la transcripción fonética /ko'nexo/. Luego, probablemente, al cabo de una carraspeada, explicaba que, para Saussure, la relación entre ambos elementos -el concepto del roedor y la imagen sonora con que lo representamos- era arbitraria. No existía una relación causal o sustantiva entre uno y otra: nada en la pelambre, las orejas o la afición del animalito a las zanahorias tenía relación con el hecho de que los hablantes de castellano le llamásemos /ko'nexo/; y la prueba era que los hablantes de otras lenguas tenían una distinta imagen sonora del mismo concepto.

De esta exposición, surgían decenas de preguntas en la mente de quienes seguían la clase: ¿habría existido una relación al inicio de los tiempos, cuando nuestros antepasados inventaban el lenguaje? ¿Si la relación era arbitraria, qué impedía que cambiemos de pronto el sonido con que nos referíamos al concepto? ¿quería esto decir que la forma sonora de un concepto es igual de importante que el concepto?

Luis Jaime disfrutaba de despertar en sus estudiantes la curiosidad y, en los exámenes de mitad de ciclo, calificaba mejor a quienes hacían preguntas que a quienes daban respuestas. Preguntarnos sobre la lengua, era preguntarnos sobre el mundo en que vivíamos puesto que, al fin y al cabo, vivimos el mundo en la lengua, y por ella. Era imposible salir de sus clases sin dudas, no podíamos saber si importantes o banales, y algo en su manera abierta y directa de hablar invitaba a llevarle las dudas en persona.

Conversando con él, ocurría una sensacional paradoja: de un lado, nos acostumbraba a tener siempre una saludable duda metódica, a aceptar la falibilidad de nuestras teorías, y su carácter provisional frente a una realidad poblada por lo arbitrario. De otro, era concluyente en sus juicios sobre las personas y sus capacidades: “tú deberías estudiar filosofía”, me dijo alguna vez; y no hay quien no haya recibido de él un bien pensado consejo vocacional, muy apreciado por muchachos de diecisiete y dieciocho años, debatiéndose entre la libertad del saber y las inseguridades de la juventud.

A lo largo del curso, las lecturas y los conceptos se hacían más complejos, y nuevas preguntas se sumaban a las anteriores. Aprendíamos a vivir con ellas, a abrazarlas, a disfrutar de nuestra capacidad de dudar. Y –hacia el final- cuando creíamos haber aprendido algo insondablemente importante, Luis Jaime dedicaba la clase al concepto de competencia lingüística, y nos demostraba que el más modesto de los hablantes, el menos académicamente formado, el que vivía extramuros de la ciudad letrada, era tan perfectamente competente como el tribuno, el escritor y el profesor universitario.

Había en esa última unidad del sílabo, una lección de modestia y de actitud democrática. No habíamos estudiado un semestre para corregir a nadie, y no era lingüista o crítico quien armado de un diccionario pretendía aplastar las distintas formas en que los hablantes participaban en el mundo. Todos somos hablantes igualmente competentes; todos somos ciudadanos con el mismo derecho de participar y ser escuchados. Nadie tiene la razón en virtud de un título, una teoría, un nombre: al fin y al cabo, en el corazón de esas ficciones hay una burlona arbitrariedad.

Esa actitud ante la lengua y ante la vida, era la razón de la naturaleza calmada pero consistente de sus convicciones. Esa era, también, la razón de fondo de su decisión de enseñar a muchachos de primer ciclo y dedicar parte considerable de su tiempo a introducir adolescentes a la vida universitaria, a dictar clases, responder preguntas, corregir exámenes. Era la base de su terca vocación política y su compromiso con –corrijo, su amor por- la educación en el Perú. Era, estoy seguro, la actitud a que nos invitaba.

Hoy recuerdo las particulares inflexiones de su pronunciación; evoco el día que leyó la fascinante enumeración de “El Aleph”; vuelvo a sonreirme como la primera vez que vi surgir de su curiosa caligrafía alguna frase irónica sobre los parlamentarios. Pero, sobre todo, invoco la imagen sencilla, socarrona, múltiple, arbitraria y misteriosa de un roedor de orejas largas, surgiendo de los trazos de su tiza.


Escrito por

Eduardo Gonzalez

Descendiente del gitano Melquíades. Vendo imanes. Opino por mi y a veces por mi gato.


Publicado en

La torre de marfil

Blog de Eduardo González Cueva