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Otra mirada sobre la tecnología y la propiedad intelectual

Publicado: 2012-01-24

Aclaración e invocación a la razonabilidad

Primero, una aclaración, para cortar de entrada las falacias personalistas que suelen ocurrir en estos debates: no compro reproducciones “piratas”. Veo películas en clubes de video o por Netflix, un servicio pagado; compro música en CDs o en iTunes y leo libros en formato físico.

Lo hago por conveniencia: las veces que he visto reproducciones ilegales me ha quedado claro que la calidad es mínima, hasta el punto de afectar el contenido mismo. Si una página aparece borroneada de tinta en medio de una novela, o si un CD tiene 500 canciones con números y ttulos que las hacen irreconocibles, el material mismo se ha vuelto absolutamente inutilizable. Lo hago también porque puedo: soy parte de la cada vez más minoritaria parte de la población mundial que puede dedicar fondos a la cultura y al entretenimiento.

Que quede claro que no lo hago por ninguna superioridad moral sobre quien compra discos ilegales. No considero en absoluto que quienes se desgañitan en estos días en defensa de los malhadados proyectos antipiratería tengan la menor superioridad moral sobre quienes defendemos la mayor libertad posible en la Internet y una revisión histórica y profunda del concepto de propiedad intelectual.

Desgraciadamente, quienes se han pronunciado en las últimas semanas contra el nebuloso concepto de “piratería”, lo han hecho en forma acrítica.

Es acrítico, por ejemplo, utilizar el concepto de “piratería” como lo usa Gustavo Faverón, quien se solaza ridiculizando un rival espantapájaros que él deduce de la opinión agregada de las redes sociales. De hecho, defiende el uso del término y se rehúsa a caer en la trampa de quienes lo “rebautizan con algún nombre menos hiriente”.

Con estas actitudes, la discusión se vuelve semántica y se entrampa, igual que otras situaciones, en donde no hay forma de empezar a pensar razonablemente porque una de las posiciones en el debate insiste en que todo se convierta en una letanía unánime alrededor de palabras como “terrorismo”, “narcotráfico”, “inmigración ilegal”: si usas un “nombre menos hiriente” que terrorismo, es porque eres un terruco; si se te ocurre que haya alternativa a la mera represión de la coca, eres un narco; si crees que la migración legal es un problema económico y no policial, eres un antipatriota.

Debatir sobre un tema por naturaleza novedoso y complejo, debería hacer que todos admitiésemos nuestras propias perplejidades por un mínimo de honestidad intelectual.

El problema no se resuelve con fórmulas represivas

El problema del control o no de la circulación de propiedad intelectual en la Internet no puede discutirse satisfactoria y productivamente como un mero asunto de aplicación del derecho penal o de las valoraciones éticas subjetivas.

Esto es así porque las conductas penales se definen siempre en un determinado contexto social e histórico, y porque en momentos de cambios tecnológicos y productivos profundos, es posible que lo que ayer se consideraba delito o conducta condenable, hoy deje de serlo.

Así, por ejemplo, en las sociedades occidentales feudales basadas en el trabajo agrícola, se consideraba un pecado la aplicación de intereses a los préstamos de dinero. Exigir dinero por el préstamo un bien en sí mismo improductivo, como el oro, constituía el pecado de la usura y estaba tan mal visto que se permitía su ejercicio solamente a minorías estigmatizadas y perseguidas como los judíos. Lo mismo ocurría con actividades como el juego y las apuestas, que no creaban riqueza sino que hacían que unos medren de la pérdida de otros. Con el desarrollo del capitalismo y la necesidad de desarrollar un mercado de capitales para financiar la producción a escala grande, la usura y la especulación perdieron su carácter inmoral y delictivo y se volvió –por el contrario- una actividad prestigiosa y legal.

Lo mismo, actividades que hoy son prestigiosas pueden llegar a considerarse mañana infamantes. En el medievo, vivir de las rentas de la tierra, sin trabajar, era considerado una gracia divina. Fueron el capitalismo y su moral puritana las que condenaron el rentismo como teoría económica y como conducta personal. Con una gran excepción: la renta de la propiedad intelectual por la cual alguien que canta un reguetón exitoso el día de hoy puede vivir de sus regalías los próximos 20 años.

La reproductibilidad técnica de las obras escritas, a partir del Renacimiento, dejó sin trabajo a miles de monjes escribas en Europa; del mismo modo que la creación de los telares automáticos echó a la calle a miles de artesanos ingleses en el siglo XVIII. Pero ambos cambios productivos afectaron además la ideología de las sociedades donde ocurrieron, en un terreno fundamental: el de la noción de propiedad. El artesano escritor o juglar se volvió rentista, en tanto que el artesano tejedor se volvió desempleado expropiado de sus medios de producción y de su estilo creativo.

Hoy vivimos un salto tecnológico absolutamente novedoso: lo que ayer se podía reproducir solamente por medios mecánicos, ahora se puede reproducir por medios electrónicos a una fracción del costo de los medios mecánicos, y -lo que es más novedoso- los medios de circulación de la información crecen en universalización y eficiencia, en proporciones geométricas.

En esa situación, los rentistas de ayer se sienten amenazados y atacan las nuevas tecnologías. Imaginen Uds. una sociedad feudal donde los tejedores hubieran sido más poderosos y hubieran decidido que los telares de vapor podían reproducir géneros solamente con el previo pago de una regalía a los artesanos por cada pieza, so pena de confiscación del telar e intervención de la policía. Imaginen Uds. a un escritor simpatizante de los artesanos que escribiese artículos condenando a los usuarios de ropa producida en telares automatizados como inmorales de mal gusto que roban a los artesanos el fruto de sus esfuerzos y se visten con porquerías de menor calidad.

Eso es exactamente lo que está ocurriendo hoy: hay quienes piensan que el modo de producción y reproducción en el que vivieron hasta ahora es inmutable y que las ideologías pertinentes a ese mundo tienen una existencia incambiable, abstracta, ahistórica y que sólo cabe su defensa moral y policial.

Alguien ha dicho (seguramente uno de mis amigos cercanos) que la existencia de la tecnología que posibilita una acción no hace esa acción moral o aceptable. Por supuesto. Pero lo contrario tampoco es cierto; es decir, no la hace inmoral o inaceptable. Por lo que hemos dicho arriba: el cambio tecnológico en sí mismo es amoral, son las sociedades reaccionando frente a ese cambio las que deciden si estigmatizan (y penalizan) una cierta conducta.

El extremismo y la haraganería de los rentistas intelectuales

Revisen Uds. cualquier libro que tengan a la mano: la primera cosa que encuentran en la contratapa es la prohibición absoluta de reproducción por cualquier medio mecánico, megnetofónico o informático. Las fotocopiadoras que existen en cada universidad del planeta son –automáticamente- un instrumento delictivo, y el alumno que fotocopia un libro que no puede comprar es un criminal.

Por supuesto, cada vez que un alumno (y son millones) fotocopia un capítulo está dejando de generar renta para un autor. ¿Eso convierte en un delincuente al alumno, a sus profesores, a su universidad? Juzgando al pie de la letra, sí: lo convierte en un ratero que usa y aprovecha el trabajo ajeno enriqueciendo no al autor sino a la empresa Xerox. Ese extremismo irrazonable es lo que ha causado que el derecho de la propiedad intelectual se ignore cotidianamente al punto que nadie pestañee ante la posibilidad de bajar un archivo de Internet.

Los rentistas intelectuales no se conforman con crear una situación insostenible e inaplicable con la excesiva penalización, sino que –además- quisieran que cada persona se convirtiera en un policía a su servicio. Como la orden legal de no fotocopiar, no bajar de la red, no compartir archivos, es absolutamente no vigilable e inaplicable, deciden convertirla en un estigma personal que hace de cada usuario un potencial bandido; tratando del mismo modo al sinvergüenza que reproduce un ensayo ajeno como si fuera suyo, y al estudiante que hace una fotocopia para estudiar toda la noche; al que se hace rico con un imperio en Internet y al padre de familia que quiere ver una película con sus hijos.

Parte de la estrategia culposa del rentismo intelectual es satanizar a los “piratas”. Gustavo Faverón, así se burla de los ridículos libertarios de la red presentando como su ídolo al patético Dotcom. Seguramente, implica Gustavo, un tipo cuya apariencia personal no conforma con los ideales estéticos de la cultura de masas, y cuyo estilo de vida nos parece condenable, tiene que ser –además- culpable de cualquier cosa que digan los fiscales que ordenaron su arresto. Como Dotcom no vive en una covacha, quienes defienden la libertad de intercambiar información en la red son unos tontos útiles.

Esa lógica no resiste la paradoja más sencilla que es la inversión: personas inteligentes, éticas y trabajadoras como Gustavo Faverón no están defendiendo al posible autor sacrificado, al poeta hambriento que vive en un altillo y ve como sus regalías desaparecen por culpa de Dotcom. A quien defiende, sin saberlo, es a un ignorante, haragán y adicto que tuvo la suerte de cantar en los 70 una canción famosa y hoy sigue cobrando regalías por esos quince minutos de fama. Defiende también a corporaciones que movilizan ejércitos de abogados para proteger la renta que derivan de patentes sobre bienes de interés público, como medicinas y cultura.

Algunas empresas han buscado soluciones al problema de encontrar un equilibrio razonable: el sistema de uso legal de videos en Hulu o Netflix, o de uso legal de música en iTunes, junto a la creación de nuevas plataformas de acceso a la Internet están buscando adaptarse a los nuevos modos de circulación y consumo cultural manteniendo márgenes de ganancia viables para los productores. El énfasis en la calidad del producto y en la elevación de los estándares del consumidor requiere más trabajo y aplicación que la mera grita represiva. Pero ¿para qué esforzarse en encontrar salidas tecnológicas viables si uno puede hacer lo haragán y compatible con el estilo de vida rentista, y llamar a la policía?


Escrito por

Eduardo Gonzalez

Descendiente del gitano Melquíades. Vendo imanes. Opino por mi y a veces por mi gato.


Publicado en

La torre de marfil

Blog de Eduardo González Cueva