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Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central - Diego Rivera

El silogismo de Sócrates y las mentiras piadosas

Publicado: 2012-03-28

Pocas cosas son más tristes que el forzoso ejercicio del optimismo frente a un enfermo terminal. Frente a un reporte crítico, el médico toma unos lapiceritos de colores y dice “no está tan mal”; en el lecho del doliente, los amigos sonríen “¡pero si nos vas a enterrar a todos!”; unos y otros se refuerzan diciendo: “En estas cosas, la actitud positiva es lo que te sana.”

Cuando mi madre -como consecuencia de la dureza del tratamiento de cáncer- enfrentaba sus últimos días, algunos familiares y amigos, con la mejor intención del mundo, decidieron que no tenía por qué saber que estaba en la sala de cuidados intensivos, y quisieron hacerle creer que se trataba de otra, cuyo nombre no indicaba la gravedad de la situación. Alguien elaboró una enrevesada mentira blanca para hacerle creer que mi hermana y yo habíamos viajado a Lima por una increíble casualidad justo al día siguiente de su crisis. Incluso, después de recibir los santos óleos, no pudo menos que decirme, entre asombrada y divertida, que todas las reflexiones que había compartido con ella un gran amigo sacerdote tenían como tema la sanación y la buena salud.

¡Qué enorme es nuestra capacidad de piedad! En el umbral de la muerte, no podemos tolerar la posibilidad de herir a quien amamos y vemos sujeto a fuerzas que van más allá de su control. Hace algunos meses, el hermano de Carlos Iván Degregori publicó una bella y triste carta en la que pedía perdón a Carlos Iván, por no haber sido capaz de cumplir con la promesa de indicarle que el momento final había llegado.

Hoy, cuando varios líderes políticos latinoamericanos enfrentan el cáncer, la piedad, la negación y el miedo privados han adquirido calidad pública. Chávez oculta los datos médicos, pero se esfuerza en declarar que vivirá y vencerá. La familia Fujimori exagera la condición del ex-dictador para tentar su liberación. Lula y Cristina Fernández, a diferencia de Chávez, publican toda la información relevante, pero son igualmente optimistas. Los amigos que visitan a los enfermos son unánimes ante la prensa: todo va bien.

“Todos los hombres son mortales. Sócrates es un hombre. Por lo tanto, Sócrates es mortal,” reza el silogismo; pero hemos decidido ignorar la conclusión. No sabemos morir. No se nos ocurre más que barrer debajo de la alfombra la realidad de nuestra propia, inevitable, individual desaparición. Si incluso líderes escuchados alrededor del mundo le dan un altavoz a las mentiras blancas o a las exageraciones interesadas ¿qué esperanza tenemos sus mortales hermanos, menos poderosos y menos cultivados, de enfrentar la sencilla verdad, la práctica realidad de un adiós?

Y, sin embargo, saber morir es necesario. Lo sabe cualquiera que tiene hijos y lee una póliza de seguros; lo sabe quien escucha los pros y contras de un tratamiento brutal y se pregunta si no será mejor disfrutar de una calidad de vida mejor, por el tiempo que quede. Pragmática como siempre, mi madre me dijo en sus últimas horas: “Si salgo de esta, me olvido del tratamiento y me voy a pasear con mis amigas. Y si no, pues tilín gallo, ¿qué le vamos a hacer?”

Cuando muere alguien que amas, lloras la ausencia, sin duda; pero también lloras la banalidad de las mentiras blancas, la futilidad de ese escenario teatral montado a la mala. Cuando tienes un momento para pensar te das cuenta de que los médicos no dijeron las cosas claras hasta que ya era demasiado tarde; o que los políticos prefieren mantenerte en la duda y en el falso optimismo para que nadie sepa qué hacer en el momento en que falten; o para que aceptes algo que normalmente no aceptarías.

Ya es bastante triste y duro el morirse, como para hacerlo más duro aún con insultos a nuestra inteligencia. Nos hacemos un favor egoísta con mentiras blancas cuyo destinatario somos nosotros, en realidad, y no el enfermo. Del mismo modo, es egoísta el favor que nos hace la actual cohorte de políticos latinoamericanos y su política pública de negación de la muerte. Conforme progresa nuestra región, más latinoamericanos llegan a viejos, y nos enfrentamos a problemas que hace un par de generaciones eran de última prioridad: pensiones justas; un sistema de salud que priorice bien; saber cuándo optar por tratamiento y cuándo optar por paliativos; cómo garantizar que el médico opte por tus intereses y no por los de su hospital. Nadie nos habla de eso. Somos, ya se sabe, consumidores, y creemos que nuestras tarjetas de plástico proclaman nuestra inmortalidad cuando –pobrecillos nosotros- sólo proclaman la inmortalidad del crédito.

Todos los que hemos visto a un ser querido partir por causa del cáncer debemos sentirnos ofendidos y entristecidos por el uso político frívolo que se hace de esta enfermedad. Se frivoliza cuando se usa el cáncer para insultar vilmente al enfermo; cuando se usa como pretexto para tratar de liberar a un miserable; cuando se fabrica noticias para negar que ciertos regímenes se sostienen en un caudillo y nada más.

Mi madre decía siempre “de algo se tiene que morir uno”, y seguía viviendo, maravillosamente. Mi abuelo dice todos los años: “este será el último brindis juntos”, y ahí sigue. No se puede vivir con intención, con autoconocimiento, con aventura, si no se sabe que nuestros días tienen un límite. No se construye un país de ciudadanos responsables, preparados para el futuro, de seres humanos amigos de uno y otro, si no se sabe apreciar nuestra fragilidad y nuestra contingencia. ¿Cuándo tendremos el coraje de decirle a alguien que queremos y de decirnos a nosotros mismos “debes prepararte”? ¿Será que alguno de nuestros líderes tendrá el coraje de decirnos “estoy preparado”?


Escrito por

Eduardo Gonzalez

Descendiente del gitano Melquíades. Vendo imanes. Opino por mi y a veces por mi gato.


Publicado en

La torre de marfil

Blog de Eduardo González Cueva