Cartas de sujeción, ayer y hoy.
Uno de los artefactos más atroces de la guerra peruana de los 80 y 90 es la “carta de sujeción” que todo militante senderista debía suscribir, como parte de su inducción a alguna estructura. En estos documentos, el individuo renunciaba por completo a su identidad, a sus intereses, a sus derechos y afirmaba ante Sendero una serie de dogmas y compromisos.
Las cartas estaban todas cortadas con el mismo molde. No había –no podía haber- espacio para la innovación o para el estilo personal. Toda muestra de individualidad y originalidad era peligrosa, reveladora de tendencias erróneas, una invitación a la crítica fratricida y a la liquidación política.
Cada carta debía empezar con un saludo al “Presidente Gonzalo” con todos sus títulos, empezando por el de “más grande marxista leninista maoísta viviente”; y al partido, incluyendo cada una de sus instancias de dirección. Cada tema, cada reporte, debía repetir las mismas indispensables consignas. El totalitarismo es, como bien se sabe, inseparable de burocracias y de fórmulas.
El fujimorismo, que tenía en el “Plan Verde” su mapa de una sociedad corporatizada y fascistoide no tenía cartas de sujeción, sino guiños, frases a medio decir, sobreentendidos, mediados no por el lenguaje, sino por un fajo de billetes. Cuando quisieron formalizar el sistema, hicieron firmar a cientos de oficiales del Ejército y la Policía, en 1999, un “compromiso de honor” por el que los firmantes se hacían solidarios con el golpe del 5 de abril, y adoptaban un pacto de protección mutua e impunidad. De nuevo, las fórmulas manidas, los conceptos unánimes, la imposibilidad de abstenerse o de votar en contra.
Hoy, después de tres décadas de senderismo y dos de fujimorismo, la lógica de las “cartas de sujeción” parece haberse apoderado de nuestra vida pública y de nuestra capacidad de debatir. No se puede hablar de Sendero o de su fachada, el Movadef, sin escribir antes alguna fórmula de estilo: “delincuentes terroristas” y sin agregar después algún adjetivo cuya ausencia es una herejía: “vesánico”, “demencial”, etc.
El efecto de esta ortodoxia es que el razonamiento crítico se atrofia; se hace imposible debatir con el Movadef y, por consiguiente, derrotarlo políticamente. Hace cosa de un año, cuando uno de los representantes de esa fachada, Alfredo Crespo, se presentó en diversos medios televisivos, algún conductor de programa periodístico no tuvo mejor salida que echarlo del set.
Este tipo de respuesta sólo alimenta la lógica de secta de los senderistas. Primero gritan y arengan; luego se ven expulsados; a continuación se proclaman victimizados y dueños de una especie de victoria moral. Se reafirman, como lo han hecho a lo largo de toda su historia, reescribiendo sus expulsiones y derrotas como “purificaciones” que ellos hacen del resto del mundo.
Por supuesto que hay que debatir con Sendero, con sus cómplices, y con sus compañeros de camino. Pero para hacerlo es preciso conocerlos y estudiarlos. No se derrota algo que no se conoce. Si se prohíbe todo tipo de diálogo o reflexión sobre el asunto, no queda sino la adopción de la misma lógica totalitaria que ellos usaron y la imposición de una ortodoxia controlada por quienes detentan el poder.
Y eso es lo que está ocurriendo. Los medios de derecha utilizan cualquier expresión o incidente fuera de contexto para crear escándalos artificiales. ¿Por qué se aplastó a Lynch? ¿Acaso por no renunciar, como debía haber hecho, cuando el gobierno reprimió brutalmente a los campesinos cajamarquinos y cusqueños? No. Se le liquida por sentarse a hablar con el Movadef, en vez de echarles a la policía.
En su gesto –desenterrado interesadamente diez meses después de ocurrido- no se interpreta un intento de debatir con los senderistas; ni siquiera se critica a un ingenuo que quiera mecerlos recibiéndoles un papel. No: se crucifica a Lynch como supuesto cómplice de Sendero, como un infiltrado. Y de paso se construye todo un edificio teórico en el que la dichosa reunión se vuelve una prueba de la cantilena aquella de que “la izquierda no ha zanjado con Sendero”.
Así estamos: no se puede debatir con Sendero; no se puede estudiar lo que hizo y lo que fue. El fujimorismo ha ganado derecho de veto sobre lo que se puede y no se puede ver. La muestra de Villa El Salvador, recientemente censurada por el Ministerio de Justicia es un ejemplo claro: la mera presencia de imágenes de Abimael Guzmán se percibe como amenazadora y –por reclamo de Martha Moyano- las obras se suprimen, incluso si presentaban un discurso crítico contra Sendero.
Igual ocurre con el proyecto “contra el negacionismo”. Por supuesto que hay que combatir como ciudadanos la negación o justificación de las violaciones de derechos humanos cometidas por Sendero; por supuesto que hay que defender la verdad, pero ¿imponer mordazas administradas por burócratas oscuros y mediocres como los que impusieron la censura en Villa El Salvador? No gracias. Más aún; incluso con el supuesto negado que hubiera burócratas iluminados administrando esa mordaza, el balance sería negativo: la supresión del debate es un desaprendizaje de ciudadanía.
Hay que decirlo una y otra vez: el vacío que se crea con la censura es un silencio en el que el primero que pasa con un argumento (y ese alguien es Sendero en innumerables espacios sociales) se gana a los despistados. Vencer a Sendero, a sus fachadas, y a otros autoritarismos, incluyendo el fujimorismo, es una tarea eminentemente política, y se logra en el debate, no en el silencio.