7 microensayos
de reinterpretación de una realidad probablemente ininterpretable
Primero: El Perú es una inmensa acumulación de mercancías que tienen que colocarse en un puerto y llegar a los mercados de un mundo que nos ha definido así. La razón de ser de los peruanos es sacar esas mercancías del suelo y del subsuelo al menor costo monetario posible, sin que el costo humano tenga relevancia. Este sistema redunda en beneficio del mercado internacional y de sus intermediarios que, nativos de este suelo, controlan el estado para que la extracción continúe sin interrupciones. Volverse un país requiere verse como una comunidad de personas, no como un inventario de cosas que se pueden vender.
Segundo: Los peruanos somos una máquina de hacer clasificaciones. Cada encuentro es una oportunidad para poner al otro en un casillero y pulsar posiciones de poder. Ejercemos el poder discriminando, esto es, ejerciendo la arbitrariedad despreocupadamente. Cualquier variable de nuestra humanidad puede usarse para discriminar: cómo somos, cómo hablamos, cómo amamos, cómo nos vemos, cómo, cómo, cómo. Eventualmente llegamos al qué: ¿qué es este otro: más cholo que yo, menos? ¿Es hombre o mujer, o qué? ¿Qué busca, qué le doy, qué le saco? Al final de todas las clasificaciones, nos convertimos en qué, esto es, en cosas. El proyecto de vernos y tratarnos como humanos es nuestro proyecto como nación.
Tercero: La tierra del Perú es, en general, escasa, árida, inaccesible y difícil de arar. Aun así, sin controlarla y definirla es imposible determinar quiénes somos y sentarse en la tarde con un pan en la mesa. Las clases que poseen el estado siempre han visto la tierra desde la grupa de un caballo o en un mapa, o la han abstraído en una serie de números. Quienes tocan la tierra con sus manos están en los extremos de la estadística: son los menos productivos, los menos pagados, los menos representados; son los más pobres, los más indios, los más violentados. Son un dato agregado al mapa, que se puede barrer si es necesario. Y al final, todos somos tierra, y todos necesitamos pan. Poner esa simple realidad por delante, ya sería un paso para tener una economía, trabajo, seguridad y una causa que defender.
Cuarto: En el Perú, aprendemos a golpes a ser como somos. Nuestros maestros son la injusticia y el desprecio. Sometemos a nuestros niños y jóvenes a una serie de experiencias que refuerzan esa convicción de ser cosas: una escuela pública destructiva, escuelas privadas excluyentes, una calle agresiva, un sistema mediático monocorde, mediocre e inescapable, que nos insulta todos los días. Esa pedagogía infernal es el mecanismo más eficiente de reproducción de un país-recurso, país-máquina, país-mapa, país-marca. Inventarnos nuevamente requiere aprender otras cosas: tener memoria, mirar el mundo, tocar la tierra, aceptar a los otros como iguales.
Quinto: Tenemos el derecho a creer, y nadie debería tener el privilegio de descontar nuestras creencias como supersticiones o retraso. Si creemos en Apus, santos, cristos o apus que se disfrazan de santos y cristos, estamos construyendo nuestro mundo y viviendo nuestras vidas. Pero así como nadie debe despreciarnos por nuestras creencias, nadie debe manipularnos a través de ellas. Las instituciones religiosas dominantes son –como las instituciones estatales y culturales dominantes- mecanismos de sumisión, intolerancia y control de nuestros cuerpos. La razón es necesaria para hacer un país distinto, pero los racionalismos suelen crear sus propias pesadillas. Todas las creencias, y los espacios en que se practican, están, afortunadamente, atravesadas de realidad: esto es, de sincretismos, resistencias y posibilidades. Sin fervor, sin muchedumbres y sin mitos no es posible inventarnos de nuevo.
Sexto: La organización administrativa del Perú no tiene otro fin que facilitar la explotación de sus recursos y su gente. El centralismo es parte integral de ese sistema y, cuando acepta cualquier reorganización y redistribución del poder, lo hace de mala gana, en forma incompetente, desdeñosa e irresponsable. El resultado es una proliferación de élites locales tan mafiosas, violentas y discriminadoras como la élite limeña, incapaces de, y desinteresadas en hacerse cargo de las obligaciones mínimas de un estado. Interpretar la realidad peruana requiere organizarla a través de preguntas; organizar nuestra geografía es organizar diálogos sobre el dilema fundamental: o somos una masa de mercancías que tienen que salir a puerto, y entonces nuestra geografía es un obstáculo; o somos un país andino y diverso, cuya organización territorial debe buscar ante todo, el encuentro consigo mismo.
Séptimo: Los peruanos somos una suma de palabras, de memorias y de historias de las que, hasta hace un par de generaciones, la ciudad letrada, masculina y limeña, se apropiaba para dictar lo correcto y establecer jerarquías. Hoy, el mercado y las tecnologías nuevas, se dan el lujo de prescindir de la ciudad letrada y sus habitantes más destacados, los intelectuales públicos. Los medios, concentrados en pocas manos, nos invitan a no leer críticamente, a leer la mercadería de la industria del optimismo, a censurar lo diferente. Nos invitan a ser la misma cosa: consumidores idénticos, imitaciones triviales de la publicidad. Superar esta catástrofe requiere que, como ya empieza a ocurrir, circulen los testimonios incómodos y las memorias ocultas, se muestren los cuerpos no estandarizados y, en fin, que tome las calles, las redes, las letras y los gestos, una estética de la provocación.